CANTO XXIII

 

Pérfido amor tirano, ¿qué provecho

piensas sacar de mi desasosiego?

¿No estás de mi promesa satisfecho

que quieres afligirme desde luego?

¡Ay!, que ya siento en mi cuidoso pecho

labrarme poco a poco un vivo fuego

y desde allí con movimiento blando

ir por venas y huesos penetrando.

 

¿Tanto traidor, te va en que yo no siga

el duro estilo del sangriento Marte,

que así de tal manera me fatiga

tu importuna memoria en cada parte?

Déjame ya, no quieras que se diga

que porque nadie quiere celebrarte,

al último rincón vas a buscarme,

y allí pones tu fuerza en aquejarme.

 

¿No ves que es mengua tuya y gran bajeza

habiendo tantos célebres varones,

venir a mendigar a mi pobreza

tan falta de concetos y razones,

y en medio de las armas y aspereza

sumido en mil forzosas ocasiones

me cargas por un sueño, quizá vano,

con tanta pesadumbre ya la mano?

 

Déjame ya, que la trompeta horrenda

del enemigo bárbaro vecino

no da lugar a que otra cosa atienda,

que me tiene tomado ya el camino

donde siento fraguada una contienda,

que al más fértil ingenio y peregrino

en tal revolución embarazado,

no le diera lugar desocupado.

 

¿Qué puedo , pues, hacer , si ya metido

dentro en el campo y ocasión me veo,

sino al cabo cumplir lo prometido

aunque tire a otra parte mi deseo?

Pero a término breve reducido

por la más corta senda, sin rodeo,

pienso seguir el comenzado oficio

desnudo de ornamento y artificio.

 

CANTO XXIV

 

Jamás debe, Señor, menospreciarse

el enemigo vivo, pues sabemos

puede de una centella levantarse

fuego, con que después nos abrasemos,

y entonces es cordura recelarse

cuando en mayor felicidad nos vemos,

pues los que gozan próspera bonanza

están aún más sujetos a mudanza.

 

Sólo la muerte próspera asegura

el breve curso del felice hado,

que, mientras la incierta vida dura,

nunca hay cosa que dure en un estado.

Así que quien jamás tuvo ventura

podrá llamarse bienaventurado

y sin prosperidad vivir contento

pues no teme infelice acaecimiento.

 

Y pues que ya tenemos certidumbre

que nunca hay bien seguro ni reposo,

que es ley usada, es orden y costumbre

por donde ha de pasar el más dichoso,

gastar el tiempo en esto es pesadumbre

y así, por no ser largo y enojoso,

sólo quiero contar a lo que vino

el despreciar al mozo Galbarino.

 

El cual, aunque herido y desangrado,

tanto el coraje y rabia le inducía

que llegó a Andalicán, donde alojado

Caupolicán su ejército tenía.

Era el tiempo que el ínclito Senado

en secreto consejo proveía

las cosas de la guerra y menesteres,

dando y tomando en ello pareceres.

 

Cuál con justo temor dificultaba

la pretensión de algunos imprudente,

cuál, por mostrar valor, facilitaba

cualquier dificultoso inconveniente,

cuál un concierto lícito aprobaba,

cuál era deste voto diferente

procurando unos y otros con razones

esforzar sus discursos y opiniones.

 

Don Alonso de Ercilla y Zúñiga

Madrid. 1589.

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