En un pequeño pueblo de apogeo agrícola de la década de los 60, se erguía una majestuosa escultura conocida como «El Sembrador». Representaba a un joven agricultor en plena labor, sembrando las semillas del futuro con esperanza y determinación. 

 

La obra había sido instalada en la plaza central, símbolo de la dedicación y el esfuerzo de aquellos que trabajaban la tierra.

 

Sin embargo, esos tiempos eran difíciles, y las tensiones sociales y económicas llevaron a que algunos jóvenes agricultores, frustrados y enojados, se rebelaran contra lo que consideraban símbolos de una sociedad que no los comprendía ni apoyaba. 

 

Una noche, en un acto de rebeldía, lanzaron cuerdas sobre la escultura, la derribaron y la arrastraron fuera de la plaza. El impacto resonó por todo el pueblo, y al amanecer, «El Sembrador» yacía destrozado, un recordatorio doloroso de la división en la comunidad.

 

El gobierno municipal, desconcertado por el acto vandálico, decidió retirar los restos de la escultura y enviarlos a los corralones municipales, ubicados cerca de la población de Bureó. Ahí, entre chatarra y desperdicios, «El Sembrador» fue olvidado. 

 

Con el tiempo, la vegetación y el paso de los años fueron ocultando sus fragmentos, enterrándolos en el olvido.

 

Décadas después, un anciano del pueblo, quien había sido joven en aquellos tiempos, contaba historias sobre la escultura perdida. Un día, mencionó que había visto el brazo de «El Sembrador» sobresalir de la tierra en uno de los antiguos rellenos cercanos a los corralones. A pesar de que muchos habían olvidado la escultura y su historia, para él, el brazo emergiendo del suelo era un símbolo de resistencia y de la esperanza que alguna vez encarnó «El Sembrador».

 

Texto de Iván Escobar Mella

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