En el rincón sureño de Chile, en el pequeño y pintoresco pueblo de Mulchén, existía una estación de tren que había sido el corazón palpitante de la comunidad durante décadas. Para los habitantes de la región, el tren no solo representaba un medio de transporte, sino un símbolo de progreso y conexión con el mundo exterior. Sin embargo, como muchas cosas en la vida, el tiempo y el cambio son inevitables.
Corría el año 1983, y Mario Estobar, un hombre de mediana edad con ojos sabios y manos curtidas por el trabajo, se encontraba en la cúspide de su carrera como jefe de estación. Había dedicado más de veinte años de su vida a Mulchén, viendo pasar trenes cargados de sueños, esperanzas y a veces, despedidas dolorosas. Mario no era simplemente un empleado de ferrocarriles; para los lugareños, él era un guardián de historias y secretos, un testigo silencioso del paso del tiempo.
El ramal de Mulchén, una de las muchas estaciones que formaban parte del granero de Chile, estaba a punto de cerrar sus puertas. Las decisiones de modernización y la preferencia por otros medios de transporte habían sentenciado a muchas estaciones a un destino similar. Mario recibió la noticia con una mezcla de tristeza y resignación. Sabía que su tiempo allí estaba llegando a su fin, pero se sentía responsable de dar un cierre digno a un capítulo tan importante de la historia de Mulchén.
El último día de operación, Mario se despertó antes del amanecer, como de costumbre. Caminó hasta la estación, sus pasos resonando en el silencio matutino. La bruma cubría los rieles, y el aire frío le recordaba sus primeros días como joven aprendiz. Al llegar, encendió las luces y preparó el lugar por última vez. Los vecinos comenzaron a acercarse lentamente, cada uno con una anécdota o una lágrima, agradeciéndole por su servicio y compañía a lo largo de los años.
Con el último tren que llegó, Mario realizó las tareas habituales con una precisión casi ritual. Ayudó a los pasajeros a b
ajar y subir, intercambió palabras de despedida con el conductor, y finalmente, vio alejarse la máquina entre los pinos que bordeaban la vía. Una vez que el sonido del tren se desvaneció en la distancia, cerró la puerta de la oficina y se quedó de pie, mirando el edificio una última vez.
Esa noche, la estación de Mulchén dejó de operar oficialmente. Mario entregó las llaves y los registros a las autoridades ferroviarias, sabiendo que había cumplido con su deber. Aunque la estación cerraba, los recuerdos y las historias que allí se habían vivido permanecerían en la memoria colectiva del pueblo.
Mario Estobar, el último jefe de estación de Mulchén, regresó a su hogar con el corazón lleno de gratitud y melancolía. Su legado, al igual que los rieles que alguna vez surcaron los trenes, permanecería indeleble en la historia del granero de Chile.
Texto: Iván Estobar Mella