Cuando Rodríguez supo a ciencia cierta la proximidad de la venida de San Martín, creyó llegado el momento de obrar y pensó organizar sus guerrillas para distraer y embromar a los realistas. En consecuencia, avisó a los que tenía apalabrados de antemano que era ya tiempo de cumplir su compromiso, y de levantar el estandarte de la resurrección. Todos respondieron a su llamamiento. Eran ellos o patriotas desesperados dispuestos a atropellar por todo, u hombres temerarios de esos a quienes nada intimida, o bandidos desalmados a quienes convenía tapar sus robos con la bandera de la revolución. Guardándose bien de reunirse en un solo grupo, que no habría tardado en ser desbaratado por las tropas realistas. Antes por el contrario, se dividieron en diversas bandas, que por lo general no eran ni estables, ni compuestas de los mismos individuos, ni sujetas siempre al mismo caudillo, sino que se congregaban o separaban según había o no un buen golpe que dar. Había, sin embargo, tres que eran hasta cierto punto fijas, y reconocían cada una sus jefes. Estaban capitaneadas la una por don Francisco Villota, dueño de la hacienda de Teno, una de las más importantes de la provincia de Colchagua, patriota distinguido, de corazón noble y de un valor a toda prueba; la otra por don Francisco Salas, vecino obscuro de San Fernando; y la tercera por el famoso salteador José Miguel Neira.

 

Este momento de nuestra historia, que llegó a hacerse célebre por lo mucho que incomodó a los realistas y por los grandes latrocinios que cometió.  Neira había sido en su juventud ovejero, de guardar rebaño había pasado a saltear hombres en los caminos. Andando el tiempo se había creado una gran reputación en su oficio. Otros parecidos a él se le habían agregado y había pasado a ser capitán de bandoleros. Era un facineroso que tenía por máxima matar siempre al enemigo, para ponerlo en la impotencia de vengarse. No obstante, como todos los bandidos dejaba vislumbrar de cuando en cuando un destello de generosidad. Una noche con otros cuatro había asaltado el rancho de un pobre huaso llamado Florentino Guajardo, que vivía solo en compañía de su mujer. Al sentir este la proximidad de los ladrones, se había armado de un chozo, apagado la vela y esperándolos a pie firme a la entrada de su cuarto. El primero que osó penetrar a tientas en la oscuridad, cayó por tierra dando grandes alaridos; Guajardo con su chuzo le había roto una pierna. Neira, mientras sus otros compañeros retiraban al herido, se precipitó adentro furioso con la resistencia Guajardo le recibió en la punta de su arma, y le abrió en la frente una ancha herida, cuya cicatriz siempre conservó. El Bandido perdió el sentido, y el dueño de la casa se aprovechó de aquel momento para escapar como pudo. Aunque Neira quedó postrado y permaneció durante mucho tiempo luchando con la muerte. Florencio no se atrevió a continuar viviendo en el país, porque era cosa sabida que aquel era terrible en sus venganzas. transcurrieron muchos meses; Neira era ya jefe de guerrillas, cuando un día que marchaba al frente de su tropa, se encontró con Guajardo. Le hizo rodear en el acto y le manifestó que iba a tomar represalias de la herida que tanto le había hecho sufrir. El Prisionero, sin desconcertarse le respondió que no sería grande hazaña que ayudado por tantos le oprimiera. El bandolero sintió el reproche, mandó darle un sable y que nadie se entrometiera en su querella, y enseguida entró en combate singular con su adversario. Guajardo Más diestro o más feliz le hirió todavía, y Neira le proclamó un valiente dejándole ir en libertad.

 

Rodríguez Que conoció al antiguo ovejero durante sus correrìas, le convirtió al patriotismo, le arrancò la promesa que, como se colegirá, no siempre cumpliò y le hizo consentir en formar una montonera de su gavilla correspondientemente aumentada. Neira entró en campaña con sesenta o setenta individuos, todos bárbaros y sanguinarios como él; pero como él también diestros y arrojados. Los reclutas que se habían incorporado a la cuadrilla para ponerla en pie de guerra, no habían obtenido su admisión, sino dando sus pruebas. Consistían éstas en sufrir estoicamente 25 azotes o en mostrar en una lucha a machetazos con Illanes, el segundo de la banda, que los sabían darles tales y tan buenos. Con gentes de esta especie, se concibe sin trabajo, que Neira diese mucho que hacer a los españoles y mantuviera en alarma a toda la comarca. Ya se anunciaba que un convoy de pertrechos había caído entre sus manos, o bien que un rico realista había sido saqueado. Todos los días se quería alguna noticia por este estilo, lo que contribuía no poco a fomentar la agitación.

 

Los españoles perseguían a Neira con todo el empeño que imaginarse puede; pero era muy baquiano del terreno y los burlaba con facilidad. Nunca caía sobre los destacamentos del Gobierno sino cuando por su superioridad numérica estaba seguro de vencer.  Si encontraba costosa la victoria, cada una de sus parciales, según órdenes impartidas con anticipación, corría por su lado, para volver a reunirse en lugares que tenían también designados. Nada más propio para semejante táctica, que las tierras de la provincia de Colchagua, vecinas a la cordillera, habían elegido para sus incursiones, tanto éstas como las demás montoneras. Campos son estos que están cubiertos de montes tupidos y extensos, por donde sólo un práctico puede caminar sin desorientarse.

 

Los atraviesan sendas de vaqueros fragosas y casi intransitables, trazadas al parecer para entorpecer la marcha de los escuadrones regulares. Están dominadas por las faldas de los Andes, cuya eminencias convertían los rebeldes en atalayas, desde la cuales exploraban a lo lejos si venían a atacarlos, y calculaban, según el número de los agresores, si les convenía quedar o retirarse. Cuando eran obligados a permanecer ocultos por muchos días, nada les incomodaba; tenían en abundancia con qué satisfacer su sed y su hambre; los torrentes les proporcionaban agua; los ganados que poblaban aquellas serranías, cuanta carne fresca apetecieran.

 

Todas las demàs guerrillas seguían la misma conductas que Neira, menos los robos y el pillaje. Con semejante táctica se aprovechaban de todas las ventajas naturales, e imponían una ruda tarea a las tropas encargadas de perseguirlas. De ahí resultó que el Gobierno, que la imaginaba de más importancia, tomándolas por las avanzadas del ejército de San Martín, comenzó a destacar contra ellas escuadrón tras escuadrón, hasta que vino a tener empleados en su seguimiento a 2,600 de sus mejores soldados, los mismo que embromados por las montoneras dejaron de concurrir a la batalla de Chacabuco. Lo peor del caso era que muy poca cosa lograban tantas fuerzas combinadas. Las bandas les huían al bulto siempre que se les antojaba, cambiaban con los realistas algunas balas a escape, y se desaparecían a su aproximación. En cierta ocasión, una partida de carabineros de abascal, haciendo un reconocimiento en un bosque, sorprendió dormidos a Neira y dos de sus compañeros; pero no anduvo tan lista que no le permitiera huir; eso sí que la premura fué tanta, que Neira tuvo que hacerlo en camisa y descalzo. Inmediatamente rodearon el bosque, y empezaron con prolijidad sus pesquisas, casi cierto de atraparle. Estaban en esta operación, cuando un centinela avisó que se presentaban en actitud hostil de veinte a dieciséis hombres armados. Hubo que suspender el registro para salir a combatirlos. Los asaltantes dispararon algunos tiros, y se pusieron en retirada. Los carabineros corrieron tras ellos; los montoneros continuaron huyendo, y así hicieron caminar 6 leguas por cerros escarpadísimos, hasta que al fin se les perdieron de vista. El resultado de tanto afanarse fué que dieran tiempo para que se les escabullera por entre las malezas el capitán de la gavilla, a quien creían haber dejado perfectamente acorralado; de modo que después de tanta fatiga, en vez del famoso bandido, solo se encontraron con su casaca que había abandonado en el bosque, algunas armas y caballos y cuatro prisioneros que habían tomado entre los rezagados. Estos últimos fueron fusilados sin tardanza y marcharon a la muerte vanagloriándose de haber venido resueltos a arrostrarlo todo, con tal de salvar a su caudillo. Poco más o menos, o algo parecido a esto se reducían los triunfos que obtenían los realistas en esta guerra a despecho de su gran despliegue de tropas.

 

GREGORIO y MIGUEL LUIS AMUNÁTEGUI

Fuente: El Paso de Los Andes y La Batalla de Chacabuco. Enrique Monreal, Coronel de Ingenieros. Concepción, 1924.

Deja una respuesta